Mi lista de blogs

martes, 30 de noviembre de 2010

Ecosistemas Mundiales

Cascadas

                                                                          El Amazonas






                                                                        Cascadas


Desierto







El arrecifen donde vivía Nemo





La Tundra

El Bosque

                                              
La Sabana



Isla Cristina


Jaén

Ecosistemas Marinos



Sirra Nevada
El Valle

viernes, 26 de noviembre de 2010

LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO




Un buen día, un hombre paseaba por el bosque y se encontró una hermosa gallina. Se la llevó a su casa y a los pocos días se dio cuenta de que cada día ponía un huevo de oro . Se creyó que dentro del estómago de la gallina habría mucho oro y se haría rico y la mató.
Pero cual fue su sorpresa cuando al abrirla vio que por dentro era igual que las demás gallinas





.Resulta que la gallina ponía huevos de oro pero ella no era de oro. De modo que como la había matado se quedó sin la riqueza que la madre naturaleza le había otorgado al dejarle en el bosque la gallina de los huevos de oro

domingo, 21 de noviembre de 2010

La liebre y el puercoespín (Jakob y Wilhelm Grimm)

En un fantástico país contaban, como verdadera y ocurrida allí, la siguiente historia:
Todo se inició un domingo de otoño por la mañana, cuando los campos de girasoles florecían. El sol brillaba en el cielo; el viento mañanero soplaba tibio sobre los campos de trigo recién segados; las alondras cantaban en los tejados y las abejas zumbaban, libando el néctar de la flor de los girasoles.

Todo el mundo, con su ropa dominguera, iba camino de la iglesia a oír misa. Aquel día las criaturas del universo se sentían gozosas. Hasta el puercoespín estaba feliz.

El puercoespín, de pie en la puerta de su casa y con los brazos cruzados, miraba el cielo mientras tarareaba una canción, tan bien o tan mal como cualquier puercoespín distraído suele cantar un domingo de sol en la mañana.

Estaba así, cantando bajito, cuando de pronto se le ocurrió que, mientras su mujer vestía a los niños, él podía dar un pequeño paseo por los sembrados para ver cómo iban creciendo "sus" rabanitos. El sembrado estaba muy cerca de su casa y toda la familia comía rábanos frecuentemente: por eso él los consideraba de su propiedad.




El puercoespín no lo pensó más, cerró la puerta detrás suyo y se dirigió al sembrado. Todavía estaba cerca de la casa y se disponía a rodear los álamos que cercaban la plantación, cuando le salió al paso la liebre, que estaba ocupada en algo parecido: echar una ojeada a "sus" repollos.

Cuando el puercoespín vio a la liebre, la saludó amablemente:
–Buenos días, señora liebre.

La liebre, que era a su modo toda una señora, aunque llena de una exagerada arrogancia, en vez de devolverle el saludo, le preguntó, haciendo una mueca desagradable y sarcástica:
–¿Cómo es que andas tan de mañana por los sembrados?

–Voy de paseo –contestó el puercoespín.

–¿De paseo, eh? –exclamó la liebre rompiendo a reír burlona–. A mí me parece que podrías utilizar tus piernas con más provecho.

El gesto burlón y las palabras de la liebre indignaron al puercoespín. Podía tolerarlo todo menos las alusiones a sus piernas, porque era patizamba de nacimiento.

–¿Acaso te imaginas –replicó el puercoespín– que las tuyas son mejores?
–Eso pienso –dijo la liebre.




–Hagamos una prueba –propuso el puercoespín–: te apuesto lo que quieras a que te gano una carrera.

–¡No me hagas reír! ¡Tú, con tus piernas torcidas! –exclamó la liebre–. Pero si tienes tantas ganas de perder, que no quede por mí. ¿Qué apostamos?

–Un peso de oro y una botella de aguardiente –propuso el puercoespín–. Pero como aún estoy en ayunas, quiero ir antes a mi casa a desayunar. Regresaré en media hora.

–De acuerdo –dijo la liebre.

El puercoespín se fue. Mientras caminaba iba pensando: "La liebre confía mucho en sus largas piernas y no piensa en mi astucia. Yo le daré su merecido por orgullosa. Es, en verdad, toda una señora, pero también es una estúpida insolente y me las pagará". Cuando llegó a su casa, dijo a su mujer:

–Mujer, ponte ahora mismo uno de mis trajes. Tienes que venir conmigo al campo.





–¿Qué pasa? –preguntó la mujer.

–He apostado con la liebre un peso de oro y una botella de aguardiente. Vamos a hacer una carrera a ver quién gana y necesito que estés presente.

–¡Oh, Dios mío! –comenzó a gritar la mujer del puercoespín–. ¿Eres idiota? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo pretendes ganarle a la liebre?
–¡Calla, mujer! –dijo el puercoespín–, eso es cosa mía. No te metas en cosas de hombres. Vístete y ven conmigo.

¿Qué otra cosa podía hacer la mujer ante un marido tan mandón y autoritario? Le gustara o no, tuvo que obedecer.

Por el camino le dijo el puercoespín:

–Ahora pon atención a lo que voy a decir. Mira, vamos a correr en ese largo sembrado que hay allí, la liebre correrá por un surco y yo por otro. Empezaremos desde arriba. Lo único que tú tienes que hacer es quedarte aquí abajo, en el surco. Y cuando la liebre se acerque desde el otro lado, le sales al encuentro y le dices: "Ya estoy aquí".

En esto el matrimonio llegó al sembrado. El puercoespín señaló a la mujer su puesto y él se colocó al otro extremo de la plantación. Cuando apareció la liebre, ya estaba listo y esperando.

–¿Podemos comenzar? –preguntó la liebre.

–¡Por supuesto! –dijo el puercoespín.

–¡Pues vamos dándoles a las piernas!

Cada uno se colocó en su surco. La liebre contó: "Uno, dos, tres" y salió como un rayo surco abajo.

El puercoespín apenas dio unos tres pasitos, se agachó en el surco y se quedó quieto mientras la liebre corría como un bólido, acercándose a la parte baja del sembrado, segura de su triunfo. Pero casi se desmaya de la sorpresa cuando oyó el grito de la mujer:

–¡Ya estoy aquí!



La liebre estaba perpleja y no se reponía del asombro. No se le ocurrió pensar otra cosa sino que era el mismo puercoespín el que gritaba, ya que, como es sabido, la hembra del puercoespín tiene la misma apariencia que el macho. Sin embargo, la liebre pensó:
"Aquí hay gato encerrado", y gritó:

–¡A correr otra vez! ¡De vuelta!

De nuevo salió como un bólido, con las largas orejas ondeando al viento, surco arriba.

La mujer del puercoespín se quedó bien quieta en su puesto. Cuando la liebre llegaba a la parte alta del campo, el puercoespín gritó desde su puesto:

–¡Ya estoy aquí!

Pero la liebre, indignada y fuera de sí, gritó:




–¡A correr otra vez! ¡De vuelta!
–A mí eso no me importa –respondió el puercoespín. Por mí, las veces que tú quieras.

Siempre el mismo grito y siempre la misma réplica indignada de la liebre, que corría y corría con desesperación mientras pensaba: "A mí no me va a ganar un torpe puercoespín".

¡Setenta y tres veces! El puercoespín, el insignificante puercoespín, siempre le ganaba.

–¡Ya estoy aquí! –le gritaba.

La liebre estaba exhausta. A la septuagésima cuarta vuelta no pudo llegar hasta el final. Se desplomó en medio del campo. La sangre subió a su garganta y quedó muerta en el suelo.

El astuto puercoespín venció a la arrogante liebre porque la prepotencia de ésta le impidió darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Tomó el puercoespín el peso de oro y la botella de aguardiente, llamó a su mujer y ambos se fueron contentos a casa a celebrar su victoria.

Desde aquel día a ninguna liebre del lugar se le volvió a ocurrir apostar en una carrera con un puercoespín y quien narra esta historia recomienda que las personas que la escuchan aprendan que la inteligencia es siempre más fuerte que la fuerza fisica.

martes, 16 de noviembre de 2010

La Fosforera


Era casi de noche y hacía un frío horrible; estaba empezando a nevar. Faltaban unas pocas horas para el Año Nuevo.

En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña caminaba a pie desnudo y sin abrigo por las solitarias calles. ¡Cómo tiritaba!

En uno de los bolsillos de su gastado delantal llevaba varias cajitas de fósforos. Con una mano sostenía una de ellas, lista para ofrecérsela a algún posible comprador. Hasta ese momento no había podido vender ninguna. Y nadie se había compadecido tampoco de su desgracia ni de su hambre ni de su cuerpecito helado y tembloroso.

La nieve caía sobre sus cabellos, mientras más allá, en las tibias y confortables casas, sus habitantes bebían y comían alegremente, olvidados de los pobres que, como ella, se guarecían en las calles.

"Esta noche –pensó la niña–, los pobres no tendremos ni alegría ni una exquisita comida".
La pequeña vendedora de fósforos se sentó, como mejor pudo, en la escalera de un edificio, tratando de abrigar sus pies descalzos con el calor de su cuerpo. Pensó por un momento volver a casa, pero... ¿y su padre? Si ella volvía sin haber vendido al menos una caja de fósforos, él le daría unos cuantos golpes. Además, en casa hacía tanto frío como allí.

La niña tenía las manos heladas. "¡Ah, Dios mío! ¿Y si encendiera un fósforo? –pensó–... Talvez conseguiría entrar en calor..."


Incapaz de seguir soportando la horrible temperatura, prendió un fósforo. Entonces surgió una tibia y brillante llamita. La niña notó inmediatamente el calorcillo y extendió sus manitas entumecidas sobre la llama del fósforo.

"¡Cuánto me gustaría calentarme junto a una gran chimenea, como la gente de esas lindas casas!", pensó tristemente.

De pronto, el fósforo se apagó. Pero ella tenía más cajas de fósforos en el bolsillo. Entonces encendió otro. De nuevo quedó brillando una llamita que, al proyectarse en la pared, le dio una transparencia que permitió a la niña ver el interior de la casa en cuyo muro estaba apoyada.
Era una casa rica, confortable, donde había una mesa llena de botellas y de finos platos con apetitosas comidas. ¡Oh! En el centro de la mesa había ¡un pavo!, enorme, jugoso y humeante aún. Entonces ocurrió algo inesperado: el pavo dio un salto y voló hacia la vendedora de fósforos, la que lo tomó con sus frías manitas. Pero justo en ese momento el fósforo se apagó, dejándola en la oscuridad y con más frío aún.

La niña sacó otro fósforo y lo encendió. Entonces se pudo ver a sí misma sentada ante un precioso árbol de Navidad repleto de cosas maravillosas: muñecas, viejitos pascueros, botitas...
La niña tendió sus manos hacia esas maravillas, con unas ganas enormes de acariciarlas... Pero nuevamente el fósforo se apagó y las lucecitas mágicas que tenía el arbolito de Navidad subieron alto, muy alto, hasta confundirse con las estrellas. Y entonces una de éstas cayó en la inmensidad, dejando una especie de polvito brillando a su paso.

–Alguien ha muerto –murmuró la niña, recordando lo que una vez le había dicho su abuelita:
"Cuando una estrella cae del cielo, un alma buena vuela hacia él".

–¡Oh, abuelita! –exclamó–. ¿Por qué no me llevas contigo?

Pero su abuelita había muerto y no podía ayudarla. Entonces tuvo miedo de quedarse sola, en medio de la oscuridad y del frío. Se apuró en encender todos los fósforos que le quedaban. Éstos estaban ardiendo vivamente cuando la pequeña vendedora de fósforos vio, en la brillante luz producida por las llamas, a su abuelita. La anciana la tomó en sus brazos y se la llevó volando por un camino celeste lleno de luz, hasta el cielo, donde la pequeña niña ya no sentiría más frío ni hambre, donde no sufriría más el egoísmo de su padre ni de la gente...

Unas horas más tarde, en la helada madrugada, encontraron a la niña de los fósforos todavía sentada sobre la escalera del edificio. En sus labios entreabiertos podía verse una angelical sonrisa.

Había muerto de frío en la noche de Año Nuevo.

Estaba rígida y conservaba aún, en el bolsillo de su gastado delantal, una caja de fósforos.
–La pobrecita quiso calentarse y no pudo –murmuraron algunos vecinos.

Pero nadie pudo adivinar las maravillas que la pequeña había visto en sus últimos momentos ni a qué lugar feliz la había llevado su abuelita...






                                                                                                 Hans Christian Andersen)


lunes, 15 de noviembre de 2010

Fotos escolares de otras épocas


RECUERDO INFANTIL

        Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
        Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
        Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».
        Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
                                                                                           ANTONIO MACHADO






Escuela Primaria de Springfield

Una institución modelo... para no copiar


¿Tanto hemos evolucionado?, yo creo que no.


La escuela de antes, ...y sin pizarra digital

  El respeto en la escuela

viernes, 12 de noviembre de 2010

Cuidemos el ambiente

La Tierra está enferma

Hola a tod@s : como estamos estudiando el tema de las rocas, comenzaremos este blog viendo unos vídeos sobre la Tierra. Espero que os guste y  enviad comentarios,  porfa.´

Para verlos, pinchad sobre el enlace.

Bienvenidos

¡Hola a tod@s

Empezamos una nueva andadura, esperemos que tenga un buen fin y largo recorrido.

Saldos a tod@s